Saliva de niña

©Emilio Castro
©Emilio Castro

 

Por Mariano Belenguer

 

Le gustaba  callejear, observar los pequeños detalles, enfocar discretamente con su cámara los rostros de los artesanos regateando sus ventas con los posibles compradores.  Llevaba varios días recorriendo el país y perderse por las medinas y sus zocos se había convertido en uno de los principales atractivos para él. En ocasiones se dejaba asaltar por los  improvisados guías que tozudamente  ofrecían acompañarle para llevarle a los bazares de alfombras.

 

No tenía mucho interés por las alfombras, pero solo por protagonizar  la escena del regateo gustoso aceptaba la invitación a entrar. Allí le  esperaba un té con menta, o varios, mientras iba presenciando el despliegue de las famosas alfombras marroquíes de múltiples tejidos, tamaños, colores, nudos...

 

El amable tendero nunca perdía la paciencia ni la sonrisa y, a pesar de las  reiteradas negativas del viajero a las múltiples ofertas, insistía con más y más alfombras a la vez que el baile de los dirhams iba a la baja en las palabras del resignado comerciante.

 

El joven guía,  sentado al lado,  ya se había dado cuenta de que el extranjero  no tenía intención de comprar nada.  Daba por perdida la comisión que le habría quedado si hubiera tenido mejor tino a la hora de elegir turista.  Con cara de aburrido, cruzó unas cuantas palabras con el tendero y, tras afectuosos agradecimientos y una última intentona de ajustar los precios, viajero y guía salieron del bazar.

El paciente guía, viendo la infructuosa jornada como comisionista, le pidió una propina al viajero por haberle acompañado a la medina y desapareció.

 

De nuevo, al encontrarse solo callejeando por el zoco, se volvió a convertir en punto de mira de otros guías y comerciantes deambulantes, que le asaltaban insistentemente para venderle lo que fuera o invitarle a entrar en los bazares.

 

Entre todos ellos se acercó una niña que no  tendría más de diez años. Como a todos los demás, le mostró su negativa. El constante atosigamientos de los vendedores le estaba impidiendo callejear con tranquilidad y seguir disparando fotos. Era imposible pasar desapercibido. Pero aquella niña insistía una y otra vez persiguiéndole por las callejuelas.

 

Al final, logró depositar una pulserita de cuero en la mano del viajero, aprovechando un despiste.  Él se la devolvió de forma educada, pero rechazando la baratija.  En aquel momento el rostro de aquella niña cambió y con una expresión de rabia  le escupió en la cara. Fue entonces, solo entonces, cuando  el intruso viajero se dio cuenta de la importancia que tenía para ella haberle logrado vender cualquier detalle. Quedó perplejo, arrepentido; aprendió la lección y nunca se olvidó de esa chiquilla que le limpió los ojos con su saliva.

 

 

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