Por Emilio Castro
En los años sesenta se organizaban viajes a la playa todos los domingos del verano. Al amanecer, las humildes gentes de mi barrio se hacinaban en camiones descubiertos rumbo al “Caribe andaluz”. En eso consistían las vacaciones de un obrero, en disfrutar de unas horas de playa y unas cinco horas de transporte de ida y vuelta a la costa, con toda la familia. No se podía viajar más barato. Supongo que el esfuerzo merecía la pena, al menos uno se podía alejar de la monotonía urbana de un barrio de aluvión en el que los sueños superaban a las realidades.
Hoy, “aviones plateados cruzan los tejados”, uno tras otro, llenos de turistas propios o extranjeros, lampando por hacerse los imprescindibles selfies que demuestren que han estado allí y para alardear de viajar a los destinos más cuquis. ¿De verdad que no has estado en Petra? No me lo puedo creer. ¿Y en Punta Cana?
Ahora, eso sí, se viaja de otra manera, con más estilo y en avión barato. Cosa de la clase media, que somos todos menos los ricos de verdad. La clase trabajadora se extinguió hace mucho (los eufemismos, no).
Vivimos en un mundo low cost, de usar y tirar. Viajar es de bajo costo para las compañías aéreas, para los viajeros de alto costo, el timo de la estampita. Igual que en los bíblicos sueños de José, las vacas flacas se comían a las gordas, la letra pequeña lo engulle todo.
Uno puede trasladarse a Pernambuco por vicio, ocio o negocio por cuatro perras. En qué estado llegue a su destino es otra cosa. Igual necesita un fisioterapeuta. De bajo costo también, claro. El turista accidental sólo podrá viajar con una muda, a poder ser pequeña, lo que quepa en la maletita de la señorita Pepis.
Tras madrugar mucho, los horarios también son asequibles, llegará al aeropuerto con la facturación ya hecha o tendrá que soltar una pasta gansa. Tendrá que despelotarse, la seguridad lo justifica todo, incluida la cara de acelga, modelo servicio secreto estadounidense del “segureta”, que procurará que uno se sienta un delincuente. Creo que cobran un plus por ello.
Ya exculpado y con el alma como una patena -como los niños justo después de hacer la primera comunión- hay que atravesar una jungla de artículos de regalo. No hay otro camino hacia el embarque que no sea por la senda sinuosa de la tienda duty free. El olor a almizcle de los “perjúmes que me sulibeyan” lo envuelve todo. Se pasea entre botellas de güisqui, chocolatinas y ungüentos milagreros. Los viajeros van como corderos caminando por un desfiladero rodeados de oropel y ambrosía. Hay una voz sorda que grita ¡Compra, compra compra!
Suena el silbato y de la nada surgen dos colas y dos efímeras clases sociales se establecen, la cola priority y la otra. En la primera se puede entrar antes, por delante o por detrás en el avión, se puede escoger muslo o pechuga, perdón pasillo o ventanilla. ¡Qué exclusivo!
En las Escuelas Pías se distinguían los niños de pago de los de caridad en que los primeros llevaban babi. Aquí los priority llevan una tarjeta de un color azul intenso. Los que no priorizan nada y tienen la tarjeta descolorida se sentarán en medio, sin vistas, ni acceso directo al baño, con la maletita bajo el asientito, estandarizado según las medidas del pueblo pigmeo. Entre las dos filas, la buena y la mala, colocan un calibrador de maletas, hay que superar la prueba Como no quepan las ruedecillas habrá que pagar un recargo que a veces supera el precio del billete.
En el pequeño asiento no reclinable, uno experimenta la misma sensación que la momia de Ramsés II en su sarcófago, con el tronco recto y los brazos entrecruzados. Ni Béla Lugosi o Boris Karloff aguantarían esa postura mucho rato. Todos viajan como sardinas, tan apretujadas que no les cabe el escabeche en la lata.
Un directivo de una compañía quería acabar con estos problemas haciendo que los viajeros fuesen de pie. No se puede apoyar la cabeza en el respaldo. Es demasiado bajo. Es absurdo intentar echar una cabezadita: los/las azafatas se empeñan en venderte más cosas durante el vuelo. Primero, en inglés patatero, luego en español tomatero. El aire es gratis, eso sí.
El deslomado pasajero es un paquete enviado de un lugar a otro sin la pegatina de frágil. Los ciudadanos normales, a los que nadie prioriza, somos silenciosos fardos, tratados según el color de nuestro dinero. Ya no viajan sólo los ricos y los migrantes, ahora es asequiblemente “democrático”.
Viajar hace que apartemos la mirada de nuestro ombligo. Es un buen antídoto contra el chovinismo, el nacionalismo y la estupidez. Pero se viaja compulsivamente, sin la intención de descubrir o aprender nada. Pedimos una Cruzcampo con tortilla de patatas en Helsinki. “Bueno está que los extranjeros hablen otro idioma, pero por qué no hablan el mismo” decía un personaje de una película de Billy Wilder.
Somos paquetes a entregar, consumidores estadísticos, ganado humano esperando el forraje que a veces es pan, otras circo.
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Jose Antonio (viernes, 24 noviembre 2023 22:18)
¡Excelente!