Por Emilio Castro
Caminaba por una calle granadina junto a Amaya, una vasca de Bilbao, a la que conocía desde hacía algún tiempo. Me crucé con otro conocido, este como yo,
andaluz de “Graná”, que me saludó. Amaya sonrió y me dijo algo que me dejó de palo. “Vaya, aquí también os saludáis en euskera” ¿Cómo dices? Respondí sin dar crédito a lo que había oído. Si, ese
hombre te ha dicho “gero arte” (en castellano significa: te veo luego). El ataque de risa aún me dura. No, Amaya, lo que me ha dicho es: “malegroverte”.
Supongo que Amaya buscaba lugares culturales cómodos para sentirse como en casa, supongo que inconscientemente, quería “vasquizar” Andalucía.
Amaya no es ninguna excepción. Eso le pasa a mucha gente que quiere adaptar el mundo a sus necesidades mentales. Quieren, a ser posible, no salir del ámbito cultural de su aldea. En una ocasión me contaron que unos compañeros periodistas de Barcelona se tiraron hora y media buscando un restaurante catalán en Bruselas, aprovechando que estarían cuarenta y ocho horas en la ciudad. Igual no podían pasar sin “mongetes amb botifarra”.
Hay tanta gente que viaja para reafirmar su identidad, que los hosteleros se han dado cuenta. En cuanto detectan el acento andaluz en Tenerife, los camareros te dicen en voz baja, como si se tratase de mercancía de contrabando, “tenemos Cruzcampo”. Es imposible que una cerveza Cruzcampo esté más fresquita en ningún sito que en la bodeguita de mi barrio. Eso sí, la Tropical sabe mejor bajo una platanera.
Hay que salir de casa para poder decir que “como Graná, na” o que “en Sevilla hay que morir” y pedir tortillitas de camarones en Zaragoza, espinacas con garbanzos en Logroño, flamenquines en Bilbao y papas a lo pobre en Palma de Mallorca. Los experimentos hay que hacerlos con gaseosa. Nada de “allá donde fueres, haz lo que vieres”. Uno tiene que gritar bien fuerte desde lo más alto del campanario de su pueblo y ser impermeable a cualquier cosa que no provenga del terruño. No vaya a ser que una infección contamine el espíritu y viole las esencias de las patrias grandes, chicas y mediopensionistas.
Se trata de viajar para contarlo, para poder fardar de autorretratos hechos con teléfono celular. Se trata de viajar sin enterarse de nada, viajar y comprobar que el mundo es una porquería, menos tu ciudad, tu pueblo, tu país. Seguro que muchos, abandonan su tierra para poder sentir morriña, para echarla de menos, para reafirmarse en lo que sabían desde niños, que su comarca es el paraíso terrenal. Todo el mundo ama su tierra, no porque sea la mejor, sino porque es la suya.
No existen las esencias genuinas, existen las costumbres y estas van cambiando cada media hora. En cuanto se repiten las cosas un par de veces o tres se convierten en tradición; la palabra mágica, el talismán al que asirse para que nos defienda de toda influencia, maligna por supuesto, que acabará con nuestra cultura ¡Ay del pueblo que no tenga tradiciones! Tendrá que inventárselas urgentemente. Luego los ultrabordes de las rutas imperiales las usarán todas para arrojárselas al diferente.
El problema está en las raíces, no sabemos de dónde descendemos. Se nos olvida que los seres humanos descendimos de los árboles después de que varios congéneres, sintieran curiosidad y decidieran probar algo que no fuesen hojas verdes. A base de curiosear, mirar al horizonte y preguntarse ¿qué habrá más allá? nació la duda, la palabra, el argumento, el debate. Nació la inteligencia. Es la mezcla, el mestizaje, el que nos ha traído hasta aquí. De no ser por los inquietos que querían conocer algo nuevo, que querían descubrir el mundo, seguiríamos colgados cabeza abajo, pensando que la nuestra es la mejor de las acacias.
Dentro de cientos de años, si el planeta no ha reventado en confeti aún, probablemente no existan la cerveza Cruzcampo, ni la Alhambra 1925, ni el vino Manzanilla ni el Málaga Virgen, ni siquiera el agua de Lanjarón. No sé si alguien podrá entender esto que escribo, dentro de tres o cuatro mil años, cada letra les parecerá un garabato curioso, como los jeroglíficos egipcios. Nada es para siempre, no existen las esencias. Somos lo que somos porque nos hemos mezclado desde el principio, porque somos híbridos, mestizos, mulatos, cuarterones, cholos, gallipavos…
Me gusta mucho viajar porque descubro otras formas de vida diferentes, otros cielos que admirar, otras luces que fotografiar, otras historias que oír y contar, con acento distinto, otras miradas a las que atender. Cuando me podía permitir viajar, lo hacía esperando encontrarme con Stendhal y vivir una borrachera de felicidad, esa que solo se consigue a través de la más absoluta belleza.
Está en todas partes, solo hay que descubrirla.
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