Por Emilio Castro
Cuatro mil kilómetros separan el Guadalquivir, nuestro río grande de Andalucía, de otro río no menos grande, el Geba, en África. Es también poderoso el Geba, riega de vida los campos de Guinea-Bissau y da forma al paisaje y a las personas. Ha moldeado durante milenios el carácter de las gentes que habitan sus riberas.
Las muchachas bajan cada mañana, con un caminar acompasado, con enormes baldes de plástico sobre la cabeza para lavar la ropa de los suyos. Antes ya han regado los campos cercanos, dando uno y mil viajes hasta completar la tediosa tarea. Con paciencia milimétrica vuelcan una y otra vez y otra y otra más, el preciado contenido sobre las huertas.
Todo el peso recae sobre sus cabezas y las de sus madres. Son las hijas del río, pero el Geba no regala nada, hay que arrancarle gota a gota la savia que enjuga la tierra. Femeninamente serias, concentradas en el trabajo, saben que en el sudor pegajoso y tropical se deposita la esperanza de un continente que también tiene nombre de mujer. Son guerreras, sin hacer la guerra. La sangre de África fluye por sus corazones pequeños. Todo el continente late al ritmo de las mujeres.
Aun así, la risa emerge generosa entre sus labios carnosos, cuando llevan el fruto de su esfuerzo al mercado, cuando hacen la comida, cuando limpian su poco de choza. Es la poderosa energía de la resistencia trabajadora, del compromiso con la vida, esa que parece gratuita, esa que tiene que ser cebada con arroz y verduras cada día, o desaparece.
Estas mujeres me recuerdan a las mujeres andaluzas, a mis antepasadas, levantando la mirada del sembrado, sonriendo casi sin motivo. Buscando la felicidad en las pequeñas cosas. Amamantando
cariñosas y orgullosas a sus hijos, siempre en la escasez, siempre sabiendo poner a los malos tiempos buenas caras, apostando por un mañana de seguro incierto. Ellas, nuestras abuelas, como las
mujeres africanas, sobrevivieron a hambres y guerras, a ver morir a sus hijos sin poder remediarlo, a tener que callarse cuando los maridos hablaban.
Pero la alegría, que muchas veces nada tiene que ver con la felicidad, sabían llevarla por bandera. No sólo como terapia, sino como expresión de su alma indomable.
Más que el verde del frondoso paisaje, más que el rojizo de la tierra circundante, más que el negro de su piel, es el blanco de sus dientes, brillando sonrientes, el color que deslumbra de
dignidad femenina, la ciudad de Bafatá y todo el continente africano.
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