Por Irene González Cervantes
La decisión de iniciar un nuevo capítulo de la vida en un lugar distinto al que siempre se ha residido se suele percibir hoy desde el mundo desarrollado como una aventura. El joven viajero del primer mundo se siente valiente al dar tal vuelco a su vida sin mirar atrás. Este sentimiento viene teñido al principio por una euforia momentánea en la que es común dedicarse a disfrutar de las novedades que proporciona el lugar de destino. Pero pronto puede aparecer la nostalgia asociada a nuevas rutinas, casi siempre inevitables.
Los motivos de dar esta paso en la vida varían: desde buscar un trabajo, mejorar el nivel de un idioma, vivir una aventura, tener una beca de movilidad o seguir a un amigo, familiar o pareja.
En un primer momento todo supone una rica experiencia. Desde conocer los "lugares comunes" que muestran las guías turísticas, hasta aquellos otros, más recónditos que sólo se descubren cuando el viajero se convierte en un residente más. En un primer momento todo resulta estimulante: la riqueza de la gastronomía, conocer nuevas gentes, rodearse de nuevas amistades...
Pero, tras la euforia de los primeros meses suele aparecer el sentimiento de nostalgia y el deseo del reencuento con el lugar de origen; ese lugar cargado de recuerdos, seguro, en donde se conocen las claves del comportamiento; en donde no se tiene problemas con el idioma; en el que se puede pasear por las calles sin desorientarse y tomarse un café con el amigo confidente de toda la vida.
Resulta curioso que en la mayoría de los programas de viajes de la televisión -en donde los aventureros emigrantes presentan los lugares donde han iniciado sus nuevas vidas- cuando el reportero les suele preguntar si piensan volver algún día a su hogar casi siempre coinciden en la respuesta: que están muy bien donde están pero “que la familia y los amigos tiran mucho”.
Los aventureros más adinerados la solución que adoptan es alternar temporadas entre su nuevo destino y su lugar de origen. Son menos frecuentes los casos en los que esos viajeros deciden cambiar definitivamente la dirección de sus vidas, olvidándose de su lugar anterior de residencia. Y cuando así ocurre es por algún motivo de peso, laboral o familiar. Ya no son viajeros, sino emigrantes.
El viajero-emigrante del mundo desarrollado cuando parte puede sentirse un Indiana Jones, libre de hacer lo que quiera, cuando quiera y como quiera, pero con el tiempo las rutinas vuelven y la nostalgia aflora sustituyendo al espíritu inicial de la aventura. Y es que, en definitiva, no es lo mismo viajar a un lugar que residir en él. No es lo mismo ser un viajero que un emigrante. Aunque estos emigrantes a los que me refiero son muy distintos a los emigrantes de la vendimia, la espalda mojada y la patera, algo comparten con el paso del tiempo: la nostalgia. Pero una gran diferencia los separa, tienen más fácil la vuelta.
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