Por Mariano Belenguer
Cuando era niño existía en mi familia la costumbre de pasar los domingos en el campo. Padres, tíos, hermanos y primos nos acercábamos a un río próximo a mi ciudad natal a pasar el día, comer, bañarnos y jugar. Recuerdo sus aguas limpias, llenas de barbos y cangrejos “autóctonos” que los niños aprendimos a pescar con rudimentarias bolsas de malla. Sobre el mismo suelo, entre unas piedras, nuestros padres encendían fuego y preparaban unas brasas para asar las costillas de cordero. Con mis primos realizábamos nuestras primeras e infantiles expediciones, río arriba y río abajo, descubriendo las pequeñas presas de riego que nos encontrábamos por el camino, y observando las plantas y animales de las orillas...
En aquellos años no había demasiadas restricciones, ni para pescar, ni para hacer fuego en el campo, pero tampoco las necesitábamos. El respeto por la naturaleza era algo intrínseco y formaba parte del sentido común en mi familia. Tal vez cometimos alguna pequeña ilegalidad llevándonos, los niños, algún barbo a nuestra pecera, pero por lo general los pocos peces y cangrejos que podíamos coger iban de vuelta a sus aguas. Por supuesto, el fuego, entonces permitido, era vigilado constantemente y apagado al final de la costillada.
Recuerdo a mis padres y mis tíos, que cuando llegábamos al lugar en el que nos instalábamos lo primero que hacían era limpiar. Pero no sólo limpiaban los pocos metros en los que ubicábamos las banquetas y mesas; la limpieza se extendía a todos los alrededores. Allí no quedaba ni un solo papel, ni una sola lata que hubiera abandonado algún descuidado.
La mujeres de la familia no contentas con la limpieza, se entretenían plantando flores, arbustos y matas por el entorno, como si aquello fuera el patio de su casa. Uno de mis tíos, con paciencia infinita, hizo escaleras de barro para facilitar el acceso al lugar y hasta se animó a picar con una piedra algunos huecos sobre la roca que servían a los parientes menos ágiles para salir de río y alcanzar la orilla después del baño.
Así fueron las vacaciones de mi familia durante los domingos y también muchos sábados de los veranos, con viajes de ida y vuelta en mismo día. En aquella época no hacía falta viajar muy lejos para encontrar pequeños paraísos.
Los hijos nos fuimos marchando y los mayores continuaron yendo y viniendo al mismo lugar durante años hasta que el cuerpo les aguantó. Ese pequeño terreno a la orilla del río nunca fue una propiedad privada, pero lo cuidaron como si hubiera sido suyo, para que los que vinieran después lo encontraran igual o mejor que estaba. Todo un ejemplo de respeto por la Naturaleza ejercido por una familia de domingueros que eran ecologistas sin saberlo, antes de que existiera esta palabra.
Hoy tenemos muchas normas para cuidar el bosque y los ríos, muchos controles para la pesca, para hacer fuego, para preservar la naturaleza. Pero el río, el río de mi infancia está sucio, descuidado y sin cangrejos, como otros muchos. Y por donde antes había una pequeña carretera ahora pasa una enorme autovía sobre un puente que ha destruido todo el espacio de los alrededores y algunos de los recuerdos más entrañables de mi niñez.
De poco le sirvió a mi familia tantos cuidados. A pesar de las muchas normas protectoras llegó el desarrollo, casi siempre “insostenible”, para el que no suele haber más restricciones que las que determina el dinero. Se ensanchó la carretera, se construyó un gran puente, una gasolinera y donde había una verde explanada flanqueada de olivos hay una horripilante área de descano asfaltada y con aparcamientos. El respeto al medio ambiente no sólo es cuestión de normas -por supuesto indispensables- es cuestión de educación, de ética y de estética. Por eso, a pesar de las normas nuestros ríos, bosques y playas están hoy mucho más deteriorados que hace unas décadas.
Por suerte, el lugar de mis recuerdos todavía permanece, camuflado entre la maleza. A veces lo visito e intento rememorar como era antes. Entre los arbustos aún sobreviven algunas de las plantas que sembraron mis familiares. Las escaleras de barro desaparecieron, pero las talladas en la roca permanecen como un agarradero para mis recuerdos.
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Ramón Villeró (sábado, 14 mayo 2011 01:42)
...y los niños, en las noches de verano, dormíamos alguna noche al raso, bajo el cielo estrellado. El mundo era más fácil; viajar más complicado. Pero viajábamos a las pequeñas colinas cerca de casa; el misterio empezaba en la sombra del roble o en el estanque donde cuatro ranas saltaban y nos miraban con ojos de asombro. No había Internet, ni teléfonos móviles. El mundo era más fácil, y aprendimos a quererlo. Tal vez por eso, sentimos que el atardecer de la colina que se extiende a las puertas de la ciudad nada tiene que envidiar al glaciar más lejano; y con un poco de suerte compartimos una comida campestre a la sombra de un olivo, después de una jornada de verde granizo.
Saludos.