Por Carmen Ortiz
En algunas ocasiones hemos manifestado a través de nuestro blog la preocupación por el acelerado crecimiento de los viajes sin alma. Viajes que nos presentan la imagen de un mundo plano que recorrer como si de una gincana se tratara, de monumento en monumento y de tópico en tópico, sin esforzarnos en entender las complejidades culturales, históricas o sociales del lugar que visitamos. Así tenemos a los españoles con su olé, a los franceses y la torre Eiffel, a los americanos con su nacionalismo y hamburguesas y a los africanos con el waka waka.
Este tipo de turismo acelerado, invasivo y de usar y tirar ha llegado a los confines del Himalaya, perturbando y prostituyendo las milenarias costumbres de los Mosuo.
Los mosuos son una etnia que viven alrededor del lago Lugu, al suroeste de China. Su especial localización (hacen falta al menos seis horas en coche a través de las montañas, desde la ciudad más próxima) los ha mantenido ajeno al resto del mundo durante siglos y ha permitido el nacimiento y la permanencia de un sistema matriarcal y unas costumbres únicas en todo China. La familia gira entorno a la mujer mayor de la familia, que es la responsable de la economía familiar y que manda sobre sus hermanos e hijos, pues además de convivir en un sistema matriarcal, viven el amor de una manera diferente. Como en otros sistemas matriarcales que han existido existen en el mundo los índices de violencia son mucho menores, en parte consecuencia de un sentimiento de propiedad relegado a un segundo y tercero lugar. Resultado de este sentimiento de propiedad tan poco arraigado, los mosuos viven el amor de una manera diferente y es que las parejas mosuos nunca llegan a casarse, ni siquiera a convivir. Se aman pero no desde un punto de vista de propiedad, ya que respetan la independencia de la otra persona, durante toda su vida. Ni siquiera con el nacimiento de los hijos se produce la unión. Sin embargo los amantes pasan las noches juntos pero antes del amanecer el amante abandona la habitación de su amada.
Estas forma de vida y de amar, únicas en el mundo, han sido mal interpretadas y manipuladas por los cánones culturales y los prejuicios occidentales. Y es que son muchas las agencias de viajes que en los últimos años han comenzado a ofrecer el destino como un lugar donde vivir el amor de manera libre y en consecuencia son muchos los turistas que llegan en busca de una aventura sexual.
El fenómeno del turismo ha empaquetado la complejidad y la historia de las mujeres mosuos en el concepto de prostitución. En consecuencia son muchas las mujeres que se han desplazado a la zona, motivadas por el boom turístico de la región, para trabajar como prostitutas. En otras ocasiones son las propias familias mosuos, que agobiadas por la falta de recursos y seducidos por un sistema capitalista y consumista que poco a poco el turismo trae a la orillas del lago Lugu, se prostituyen para conseguir algo de dinero.
El férreo control del gobierno chino obligó a varias parejas mosous a casarse en los años 50, por no considerar normal ese estilo de vida, sin embargo y debido al aislamiento de la zona, en los años posteriores el sistema relajó su control y respetó su estilo de vida. Cuando pienso en este hecho, no puedo evitar que nazca en mí una reflexión. Las autoridades chinas con su férreo control y su armamento no lograron cambiar las costumbres de esta étnia del suroeste de China, sin embargo un grupo de turistas, envenenados por el consumismo y cargados con sus cámaras y flases de última generación, han conseguido perturbar y contaminar este estilo de vida único en el mundo.
El turismo no sólo ha traído la prostitución a la zona, muchas familias han convertidos sus casas en pequeños hoteles para recibir a los turistas, lo que antes eran tranquilas calles ahora están llenas de neones y karaokes; incluso el lago está siendo contaminado por la sustitución de las tradicionales barcas mosous, por lanchas de motor.
El espíritu destructor del hombre se manifiesta, esta vez en manos de un turismo sin alma. El capitalismo mundial, ese gigante obeso y caprichoso, coge todo lo que se le antoja, le saca sus esencias y lo adorna con un bonito lazo para convertirlo en un objeto de consumo. Todo se vende y se compra para el consumo de los hordas adineradas del turismo: el sexo, las culturas, el exotismo...
El Veni, vidi, vici de Julio César ha sido sustituido por el “llega, fotografía, tacha destino y presume en las redes sociales”, sin embargo, y por desgracia, el final sigue siendo el mismo… la destrucción de la alteridad.
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